Había una vez una institución surgida en la Alta Edad Media de la necesidad de dotar a una sociedad desestructurada de cuadros profesionales capaces de sostener un embrión de administración que soldara, aunque fuera parcialmente, las dispersas piezas del mosaico feudal. El impulso inicial lo dio Carlomagno con su Escuela Palatina de Aquisgrán. Luego, la Iglesia, algunos reyes y grandes señores y, por fin, asociaciones (universitates) de estudiantes, de maestros o de unos y otros regaron la geografía europea de estudios generales o escuelas de artes y de facultades de derecho, medicina y teología, haciendo crecer poco a poco en el seno de una sociedad masivamente rural y teocrática los gérmenes, a duras penas preservados, del saber de los antiguos y enriqueciéndolos con las nuevas ideas que el desarrollo mercantil y urbano propiciaba.
Mucho más tarde, en la estela de la escolarización general impulsada a partir de las revoluciones burguesas del XVIII y el XIX, acabó surgiendo la universidad financiada por los Estados y abierta a un público cada vez más amplio, en sintonía con la creciente necesidad social de profesionales y con el deseo de amplios sectores de la población de adquirir una formación que facilitara su ascenso social.
Pues bien, el mismo sistema que en su fase de expansión inicial necesitaba masas crecientes de titulados superiores parece haber detectado una disfunción en el mantenimiento de esa tendencia. La conciencia de esa disfunción aparece ya en los años sesenta del siglo XX, y la clase dirigente reacciona con una andanada de reformas educativas que, a cambio de la universalización de la enseñanza, rebajan drásticamente su calidad y profundidad a fin de rebajar su coste. Dichas reformas, durante el siglo XX, afectaron fundamentalmente a los niveles primario y secundario del sistema educativo. Con la universidad se actuó con más cautela, por temor a reacciones “sesentayochescas” que pudieran contar con el apoyo de una izquierda anticapitalista todavía relativamente fuerte. Pero la victoria planetaria del mercantilismo a ultranza ha animado por fin al capital y a sus marionetas políticas a lanzar la ofensiva final contra el último reducto de una concepción del saber como derecho humano fundamental. Y lo que la historia dice que alcanzó su forma clásica en la Bolonia de finales del siglo XI, con una renombrada facultad de derecho, parece que va a ver pronto cerrado su ciclo vital como consecuencia de una serie de directrices promulgadas por unos cuantos tecnócratas bien pagados reunidos, para que el escarnio sea completo, en la Bolonia de comienzos del siglo XXI.
Bajo el pretexto formal de lograr la convergencia y armonización de titulaciones en el llamado Espacio Europeo de Educación Superior (nótese el buscado paralelismo con el Espacio Económico Europeo, síntesis de la antigua EFTA y la UE), sucesivos conciliábulos de presuntos “expertos” en educación, bien arropados por representantes de la “sociedad civil” (léase, de la gran empresa), han llegado a la conclusión de que el aumento constante de titulados superiores, en su mayoría ya no procedentes, para más inri, de la élite social, crea una presión insostenible sobre el mercado laboral. En efecto, la disonancia creciente entre títulos obtenidos y empleos ofrecidos genera, por un lado, en los estudiantes una frustración que puede acabar deslegitimando los mecanismos en que descansa la actual división del trabajo; y produce, por otro lado, entre los empresarios una progresiva resistencia a financiar con sus impuestos la formación de cuadros que ya no necesitan. Solución: a falta de poder frenar bruscamente el acceso a la universidad (lo que tampoco se descarta a medio plazo), se devalúan las titulaciones actuales por el sencillo expediente de poner más alto el listón profesional que hasta ahora se situaba en el nivel de la licenciatura: quien quiera acceder a aquellos puestos actualmente al alcance de los licenciados deberá, una vez obtenido un título anodinamente denominado “grado”, cursar un mínimo de otros 60 créditos en un nuevo ciclo de posgrado que dará derecho al título que en América Latina se conoce como “maestría” o “magister” y que en España, sin nadie ya que sepa latín, para sacudirnos el justificado complejo de catetos y demostrar que sabemos inglés, llamamos pomposamente “master”.
Pero eso solo no basta: de entrada, el precio de los créditos de posgrado cuadriplica, por término medio, el de los créditos de grado. Además, los posgrados serán “evaluados” periódicamente por comisiones ajenas a la universidad como tal, evaluación que tendrá en cuenta, entre otros factores, el nivel de matriculación (¡ay de los posgrados minoritarios!), la obtención o no de financiación privada y la “transferencia” de sus resultados a la esfera productiva (es decir, a las empresas).
Todo ello, last but not least, sazonado con indigestas dosis de “innovación docente” (léase: uso profuso de herramientas audiovisuales para todo –incluso para explicar la Metafísica de Aristóteles–, preferiblemente mediante “presentaciones” realizadas con una conocida aplicación de una conocida empresa norteamericana con sede en Seattle y propiedad de un conocido tiburón de la industria informática que se hace llamar cariñosamente Bill). Amén, claro está, de la introducción en la enseñanza universitaria de la insufrible parafernalia metodológica ya impuesta por los talibán de la teoría pedagógica (por lo general, ajenos a su práctica) en los niveles inferiores de la enseñanza. Metodología que consiste, básicamente, en que profesores y alumnos, a base de exhaustivas programaciones, evaluaciones y autoevaluaciones, hayan de dedicar más tiempo y esfuerzo a explicar cómo enseñan y estudian que a enseñar y estudiar.
Sería de agradecer que los intereses que hay detrás de la faramalla tecnocrática de “Bolonia XXI” se manifestaran de una vez sin tapujos y, en lugar de sepultarnos bajo toneladas de papeleo y toneles de verborrea pedagógica, nos dijeran algo tan simple y claro como: “Sobráis más de la mitad, chicos. El capital no os necesita ya. Buscaos la vida en otro lado”. El presidente Sarkozy se acerca bastante a este ideal de sinceridad. Pero aún le sobran para ello unos cuantos informes técnicos. Parece que la hipocresía, además de “tributo que paga el vicio a la virtud”, sigue siendo herramienta necesaria de toda forma de dominio.
Miguel Candel
Mucho más tarde, en la estela de la escolarización general impulsada a partir de las revoluciones burguesas del XVIII y el XIX, acabó surgiendo la universidad financiada por los Estados y abierta a un público cada vez más amplio, en sintonía con la creciente necesidad social de profesionales y con el deseo de amplios sectores de la población de adquirir una formación que facilitara su ascenso social.
Pues bien, el mismo sistema que en su fase de expansión inicial necesitaba masas crecientes de titulados superiores parece haber detectado una disfunción en el mantenimiento de esa tendencia. La conciencia de esa disfunción aparece ya en los años sesenta del siglo XX, y la clase dirigente reacciona con una andanada de reformas educativas que, a cambio de la universalización de la enseñanza, rebajan drásticamente su calidad y profundidad a fin de rebajar su coste. Dichas reformas, durante el siglo XX, afectaron fundamentalmente a los niveles primario y secundario del sistema educativo. Con la universidad se actuó con más cautela, por temor a reacciones “sesentayochescas” que pudieran contar con el apoyo de una izquierda anticapitalista todavía relativamente fuerte. Pero la victoria planetaria del mercantilismo a ultranza ha animado por fin al capital y a sus marionetas políticas a lanzar la ofensiva final contra el último reducto de una concepción del saber como derecho humano fundamental. Y lo que la historia dice que alcanzó su forma clásica en la Bolonia de finales del siglo XI, con una renombrada facultad de derecho, parece que va a ver pronto cerrado su ciclo vital como consecuencia de una serie de directrices promulgadas por unos cuantos tecnócratas bien pagados reunidos, para que el escarnio sea completo, en la Bolonia de comienzos del siglo XXI.
Bajo el pretexto formal de lograr la convergencia y armonización de titulaciones en el llamado Espacio Europeo de Educación Superior (nótese el buscado paralelismo con el Espacio Económico Europeo, síntesis de la antigua EFTA y la UE), sucesivos conciliábulos de presuntos “expertos” en educación, bien arropados por representantes de la “sociedad civil” (léase, de la gran empresa), han llegado a la conclusión de que el aumento constante de titulados superiores, en su mayoría ya no procedentes, para más inri, de la élite social, crea una presión insostenible sobre el mercado laboral. En efecto, la disonancia creciente entre títulos obtenidos y empleos ofrecidos genera, por un lado, en los estudiantes una frustración que puede acabar deslegitimando los mecanismos en que descansa la actual división del trabajo; y produce, por otro lado, entre los empresarios una progresiva resistencia a financiar con sus impuestos la formación de cuadros que ya no necesitan. Solución: a falta de poder frenar bruscamente el acceso a la universidad (lo que tampoco se descarta a medio plazo), se devalúan las titulaciones actuales por el sencillo expediente de poner más alto el listón profesional que hasta ahora se situaba en el nivel de la licenciatura: quien quiera acceder a aquellos puestos actualmente al alcance de los licenciados deberá, una vez obtenido un título anodinamente denominado “grado”, cursar un mínimo de otros 60 créditos en un nuevo ciclo de posgrado que dará derecho al título que en América Latina se conoce como “maestría” o “magister” y que en España, sin nadie ya que sepa latín, para sacudirnos el justificado complejo de catetos y demostrar que sabemos inglés, llamamos pomposamente “master”.
Pero eso solo no basta: de entrada, el precio de los créditos de posgrado cuadriplica, por término medio, el de los créditos de grado. Además, los posgrados serán “evaluados” periódicamente por comisiones ajenas a la universidad como tal, evaluación que tendrá en cuenta, entre otros factores, el nivel de matriculación (¡ay de los posgrados minoritarios!), la obtención o no de financiación privada y la “transferencia” de sus resultados a la esfera productiva (es decir, a las empresas).
Todo ello, last but not least, sazonado con indigestas dosis de “innovación docente” (léase: uso profuso de herramientas audiovisuales para todo –incluso para explicar la Metafísica de Aristóteles–, preferiblemente mediante “presentaciones” realizadas con una conocida aplicación de una conocida empresa norteamericana con sede en Seattle y propiedad de un conocido tiburón de la industria informática que se hace llamar cariñosamente Bill). Amén, claro está, de la introducción en la enseñanza universitaria de la insufrible parafernalia metodológica ya impuesta por los talibán de la teoría pedagógica (por lo general, ajenos a su práctica) en los niveles inferiores de la enseñanza. Metodología que consiste, básicamente, en que profesores y alumnos, a base de exhaustivas programaciones, evaluaciones y autoevaluaciones, hayan de dedicar más tiempo y esfuerzo a explicar cómo enseñan y estudian que a enseñar y estudiar.
Sería de agradecer que los intereses que hay detrás de la faramalla tecnocrática de “Bolonia XXI” se manifestaran de una vez sin tapujos y, en lugar de sepultarnos bajo toneladas de papeleo y toneles de verborrea pedagógica, nos dijeran algo tan simple y claro como: “Sobráis más de la mitad, chicos. El capital no os necesita ya. Buscaos la vida en otro lado”. El presidente Sarkozy se acerca bastante a este ideal de sinceridad. Pero aún le sobran para ello unos cuantos informes técnicos. Parece que la hipocresía, además de “tributo que paga el vicio a la virtud”, sigue siendo herramienta necesaria de toda forma de dominio.
Miguel Candel
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